Amor a primera última vista



«Nobody counts the number of ads you run; 
they just remember the impression you make», 
William Bernbach 

Bernbach, uno de los padres de la publicidad moderna (venerado por el mismísimo Don Draper), consideraba que lo más importante en una campaña de publicidad era la impresión de conjunto que se lograba. Por supuesto, para él era fundamental tener un buen producto, hacer anuncios sofisticados, apelar adecuadamente a las emociones, etc., pero todo ello de nada servía si el consumidor no construía una impresión positiva del producto. Quizás esta sea la tarea más ardua de una campaña electoral, conseguir esa impresión positiva de una candidatura. Quizás, igualmente, este sea el mayor riesgo de un debate electoral: no conseguir esa impresión positiva. 

En política, incluso en la política de la campaña permanente, nada se aproxima más a la seducción que la campaña electoral. Unas cuantas candidaturas compitiendo por el favor de unos ciudadanos que deben decidir a quién entregan su corazón. Como en cualquier drama romántico, estos ciudadanos, en el último acto, deberán consumar su amor en forma de voto. 

Dentro de esta competición, el único momento en el que al elector se le abarata el coste de comparar propuestas y programas son los debates electorales. En vez de dedicar horas y horas a estudiar y analizar cada una de las epístolas, poemas, actos de amor (de los programas)…, los candidatos coinciden en un espacio en el que pueden presentarlas y confrontarlas a las de sus rivales. Naturalmente, ninguno de ellos espera convencer a los electores con la fuerza de la razón. Eso resultaría demasiado sencillo. En los trabajos del amor, los candidatos esperan que los electores se enamoren por esa primera última impresión que van a recibir. 

Es de sobra conocido que los debates electorales siguen un sencillo principio: no perderlos. A pesar del siempre discutido impacto que tienen en el comportamiento de los electores, lo cierto es que, como en casi todo, lo bueno nunca se reconoce y lo malo no para de repetirse. Poco importa si los alejandrinos riman o si aquella hipérbole se colocó adecuadamente. La fanfarronada de contar a los colegas de la taberna el triunfo, parece de obligado cumplimiento. De esto, del efecto bandwagon, nuestro célebre Tenorio sabía un montón, y los candidatos también. Por ello, tras la contienda, todos se afanan en presentarse como los legítimos ganadores. Sin embargo, dentro de la teatralidad que rodea a la política, lanzar los mensajes clave a los públicos objetivo, no parece suficiente éxito. Argumentar contra las propuestas de los adversarios y reducirlas al ridículo, no parece suficiente éxito. Acertar con el tono adecuado, no parece suficiente éxito. Únicamente la seducción total, un buen puñado de votantes arrebolados, asegura la victoria. 

En esta especie de Masterchef del romance, los candidatos compiten entre ellos para parecer los más sensatos, los más locuaces, los que tienen mejores propuestas, los que tienen previsiones más optimistas…, también, obviamente, los más atractivos (aunque el atractivo, como saben, puede no estar vinculado a la belleza). Ventajas y ventajas que unos candidatos narcisistas podrían enumerar durante horas. Sin embargo, por fortuna, el tiempo de los debates está tasado y, como en toda la comunicación política, en la batalla por el afecto de los electores hay un factor que resulta fundamental: la reputación. 

La reputación es esa amiga con un diario de todas tus relaciones, ese colega que te ha consolado en la barra de un bar, el historial de mensajes de WhatsApp que no dejas de repasar, la galería de fotos de tu móvil que borras y recuperas…, eso que te vuelve a contar todas las cosas buenas y malas que tu pretendiente ha hecho. Un recuerdo que, en plena competición entre los candidatos, calibra la credibilidad de cada uno de sus románticos versos. Un elemento central de la comunicación política y que vincula, de un modo práctico, esas promesas (principalmente el tipo de políticas), con los issues ownership y el historial del candidato o partido. Difícil de olvidar, pero no imposible. 

¿Qué puede decir un candidato que tenga total credibilidad? No resulta sencillo precisarlo. Al fin y al cabo, los electores ya no son unos prepúberes virginales sin memoria e incapaces de resistirse a esa primera impresión. La identificación partidista, la simpatía, la proximidad ideológica, el clima de la campaña… determinan, en gran medida, esa disonancia cognitiva que provocará un rechazo automático de las propuestas de los candidatos más alejados y una aceptación instantánea de quien ya ocupa un lugar en nuestro corazoncito. No obstante, la magia del amor a primera vista, a veces, se disipa por ese enemigo silencioso llamado rutina. Cine y cena en el chino como norma, la cotidianidad de la relación entre ciudadanos y candidatos, que termina por eliminar la chispa: la movilización. Sería injusto, no podemos pasarlo por alto, no apreciar las ventajas que ofrece esta rutina pues, en un sentido positivo, podríamos decir que es el pegamento de muchas relaciones. Votar siempre lo mismo porque siempre se vota lo mismo. Esa zona de confort electoral que tanto aprecian los candidatos en sus votantes. 

Los debates electorales son un buen momento para renovar ese amor a primera vista. Crear una primera última impresión que sirva para renovar el romance. Encender nuevamente la llama del amor y activar electores. Un fin fundamental para cualquier campaña electoral y para el que los debates suponen una magnífica oportunidad. Sin embargo, si para algo pueden ser útiles es para seducir a los indecisos. Ese, parece, abundante grupo que deshoja la margarita pensando en el candidato al que entregar su corazón (al menos hasta la próxima elección). 

Conseguir esa impresión, esa primera última impresión, será el empeño de cualquier candidato que compite con los demás por el amor de los electores. Pueden no resultar los más atractivos, ni los más inteligentes, ni los que mejores ideas tienen, pero si algo por algo no pueden es pasar inadvertidos. Además de no cometer errores de bulto, de no equivocar el balcón al que declamar sus románticos propósitos, es necesario que los candidatos se esfuercen y que parezca que lo hacen con todas sus energías. Bernbach, cuyos anuncios ilustran esta entrada, también decía: «In this very real world, good doesn't drive out evil. Evil doesn't drive out good. But the energetic displaces the passive.» Ya lo saben, déjense querer y que se lo curren un poco.

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