WhatsApp y los vendedores de crecepelo



Una de las más nobles profesiones que se recuerdan, y cuya actividad muestra un gran parecido con la comunicación política, es la de aquellos maravillosos vendedores de tónico crecepelo. Bueno… puede esta profesión no fuese muy noble, claro que la comunicación política tampoco lo es en toda su extensión. Reflexiones al margen, los speakers que recorrían con sus carromatos más pueblos de los que sus mapas eran capaces de indicar, conocían los secretos necesarios para vender cualquier objeto. Breve, directo, una apelación más emocional que racional adornada con algún increíble dato y… ¡milagro vendido! Una fórmula magistral que una y otra vez se reinventa demostrando su inagotable eficacia. 

Ni 180 ni 300 segundos, tienen que ser exactamente 240. Es decir, necesitamos cuatro minutos para realizar una operación compleja al ojo inexperto y mecánica para el orador entrenado. Un tiempo parecido al que empleamos para hervir un delicioso huevo pasado por agua y que nos sirve para convencer persuadir movilizar a un ciudadano cualquiera, ya sea para comprar un tónico crecepelo o  para apoyar nuestra participación en un conflicto bélico. Naturalmente, no se trata de una conversión religiosa, no hace falta que nadie se caiga del caballo camino de Damasco, sino de una cuidada estrategia de movilización. La magia de la comunicación interpersonal y la construcción de un discurso preciso y efectivo. Un secreto que conocía George Creel, el presidente del Comittee on Public Information (CPI) de los Estados Unidos, y que puso en funcionamiento con gran efectividad.

El CPI tenía la misión de conseguir de la sociedad estadounidense, antibelicista y aislacionista, el máximo apoyo posible a su participación en la I Guerra Mundial. Todo ello en un tiempo récord, el que transcurrió desde las promesas de Wilson en su campaña de reelección en noviembre de 1916 hasta la petición de permiso al Congreso para intervenir en la guerra en abril de 1917. Carteles, reformas legislativas, censura… todo un despliegue, bien ordenado y secuenciado, de una de las estrategias de comunicación más eficaces de la historia: propaganda en estado puro. Sin duda, dentro de la batería de acciones que Creel y los suyos pusieron en funcionamiento, una de las acciones más espectaculares fueron sus Four Minute Man. Una especie de ejercito de vendedores de crecepelo voluntarios que, bien coordinados, pronunciaban breves discursos con los que conseguían movilizar a la población hacia los fines que su gobierno había previsto.

A pesar de contar con uno de los aparatos propagandísticos más poderosos de la historia, Creel nunca creyó que su misión fuese engañar o persuadir a los ciudadanos para que realizase una tarea que, de otro modo, nunca habría acometido. Su principal interés residía en educar a los ciudadanos. Sí, educar… del verbo persuadir, ¿no? Consciente de las dificultades que planteaba este objetivo, sobre todo teniendo en cuenta la tradicional desmovilización de los estadounidenses, William McCormick Blair, el encargado de los Four Minute Men dentro del CPI, reclutó a unos 75.000 voluntarios para pronunciar todo tipo de discursos a través de los que se explicaría todo tipo de argumentos a favor del conflicto y con los que, inequívocamente, debían conseguir la adhesión de la ciudadanía a la cauda bélica.

El resultado de esta herramienta de comunicación fue más de millón y medio de discursos a una audiencia de unos 300 millones de personas. Una audiencia fragmentada a lo largo y ancho de la geografía de los EEUU. Personas con todo tipo de preocupaciones y motivaciones a las que nos e podía aplicar un único tipo de discurso. Algo que no parecía importar a McCormick Blair, quien había previsto que esos 75.000 voluntarios fuese siempre vecinos de las localidades en las que pronunciarían sus discursos. Es decir, personas conocidas y respetadas en sus comunidades, con la suficiente credibilidad y confianza para, al menos, escuchar lo que tuvieran que decir. Iglesias, cines, reuniones de la asociación de vecinos, reuniones de padres en los institutos… cualquier espacio cotidiano resultaba propicio para convocar a los amigos y vecinos y pronunciar uno de sus discursos de cuatro minutos. Discursos bien adaptados a su entorno, lo que hoy llamaríamos segmentación de mercado, en los que se reforzaba el patriotismo, se ponía de manifiesto la amenaza que suponía el enemigo y, según el caso, se invitaba a los asistentes a comprar bonos de guerra, alistarse o se trataba de ordenar la vida en la retaguardia recomendando, por ejemplo, el tipo de cereal que debía plantarse en la siguiente cosecha.

Un éxito en la movilización de un sistema que confió todo su poder de persuasión en la comunicación interpersonal y el talento de sus voluntarios. No obstante, a pesar del margen de actuación con el que contaban estos voluntarios locales, el CPI creó y distribuyó unas sencillas normas que todo Four Minute Men debían cumplir (y que todo buen orador debería recordar):

  • The speech must not be longer than four minutes, which means there is no time for a single wasted word.
  • Divide your speech carefully into certain divisions, say 15 seconds for final appeal; 45 seconds to describe [the topic]; 15 seconds for opening words, etc., etc.
  • Get your friends to criticize you pitilessly. We all want to do our best and naturally like to be praised, but… let them know that you want ruthless criticism.
  • Don’t yield to the inspiration of the moment… to depart from your speech outline. This does not mean that you may not add a word or two, but remember that one can speak only 130, or 140, or 150 words a minute. If your speech has been carefully prepared to fill four minutes, you cannot add anything without taking away something of serious importance.
  • Cut out [phrases like] “doing your bit”, “business as usual,” and “your country needs you”. They are flat and no longer have any force or meaning.
  • If you come across a new [idea for a speech] don’t fail to send it to the Committee. We need your help to make the Four-Minute Men the mightiest force for arousing patriotism in the United States. 
Como hemos apuntado, el éxito de los Four Minute Men es el éxito la comunicación interpersonal. Una estrategia comunicativa cuya eficacia ha sido suficientemente probada, no solo por la experiencia de cientos/miles de campañas con todo tipo de canvassing, walkabouts, llamadas de teléfono…, sino también por una escéptica investigación académica que ha encontrado en este tipo de prácticas una serie de efectos movilizadores que la confieren un lugar destacado en el diseño que cualquier estrategia de campaña. Probablemente algo que cualquier vendedor de crecepelo ya sabía. Probablemente algo que cualquier influencer también.

El triunfo de la desintermediación, el de las TIC y redes sociales, ha modernizado el rol y aspecto de los Four Minute Men y la comunicación interpersonal. El espacio digital, el fin de los intermediarios, permite que esa comunicación pueda producirse sin necesidad de llenar un cine, una iglesia o visitar todo un vecindario. Un contacto para el que miles de ciudadanos se diferencia en función de sus competencias digitales. Desde los que más básicos, aquellos que están pertrechados con todo tipo de armas primitivas, conocidas como blogs o agregadores de noticias, a otros que poseen poseen instrumentos de tortura más sofisticados como Twitter, Instagram o Facebook. Pero, sin duda, si hay un arma de destrucción masiva que exige poco conocimiento, que todos tenemos y que, además, nos convierte casi de manera automática en vendedores de todo tipo de tónicos milagros, esa es WhatsApp.

La victoria del Whatsapp como instrumento de comunicación y movilización política es incontestable. Vinculado indefectiblemente a las fake news, esta herramienta da paso a un espacio no institucionalizado, desregulado, que, además, pertenece a nuestro ámbito privado. Muchos serían incapaces de publicar (aquí la clave está en el verbo «publicar») un post sobre un asunto polémico o en cuyas fuentes tenemos poca confianza (o son de dudosa reputación). El escrutinio público y la deseabilidad social, estar del lado de lo socialmente aceptable, nos obliga a ser cautelosos. Sin embargo, no identificamos WhatsApp como un espacio público. La clave de acceso y/o control biométrico de nuestro teléfono, lo alejadas que están nuestras pantallas de las miradas indiscretas, hacen que cuando recibimos uno de esos mensajes, lo leamos y, en caso de no censurarlo, con gran probabilidad, acabamos reenviándolo. Naturalmente, es en este punto en el que la comunicación interpersonal entra en acción. Cuando enviamos uno de esos mensajes o memes a nuestros contactos, se lo enviamos a nuestros familiares, amigos o compañeros de trabajo…, todos ellos nos conocen y, salvo que estemos silenciados por pesados, todos los filtros que suelen tener activados cuando reciben alguna información de un político, medio de comunicación, etc., están desconectados, por lo que esa información llega directamente y sin preaviso. No obstante, la reducción de las alertas con las que habitualmente procesamos la información política, no es la única ventaja que ofrece este tipo de comunicación: el receptor deposita su confianza (credibilidad) en la fuente de la información que recibe, que no es otro que el remitente del mensaje. Es decir, cuando nos llega uno de esos mensajes no confiamos en el partido, community manager o creadores de fake news que lo han diseñado, ya no están a la vista, confiamos en nuestro familiar, amigo o compañero que es quien nos lo acaba de mandar.

Una sencilla premisa, la confianza en la fuente como primer paso para la persuasión, que Creel y McCormick consiguieron con sus 75.000 voluntarios locales. Una cifra de voluntarios que Whatsapp pulveriza cada vez que consultamos nuestras últimas notificaciones. El carácter viral de cualquier mensaje o meme supera notablemente la capacidad de propagación de cualquier otra herramienta de una campaña electoral o de propaganda (puede que no a un monográfico de Oprah presentando su candidatura a la Presidencia de los Estados Unidos en el Show de Ellen… igual pronto lo averiguamos). Sin embargo, la capacidad de WhatsApp no se limita a la rápida multiplicación de mensajes, o la inmediatez con la que pueden ser enviamos. El carromato de estos vendedores de crecepelo guarda una gran ventaja, probablemente la más importante: reduce los costes de la información política. Sin necesidad de buscarla, casi sin quererla, el ciudadano recibe gratis una dosis de información política (no necesariamente veraz). Y sin la supervisión de ningún adulto.

El coste de la información siempre ha sido uno de los factores claves para la participación política. Puede que, por ello, desde el inicio de las fake news, con la dupla Baxter y Whitaker, el control de la información, su producción y distribución, se convirtieron en el oscuro objeto del deseo de la política. Algo que hemos podido ver con la sofisticada Cambridge Analytica (y cía.), o la todopoderosa app de nuestro móvil, como, por ejemplo, en la campaña de Bolsonaro.

La capacidad de WhatsApp para reducir el coste que un ciudadano tiene que invertir en la búsqueda y procesamiento de información política, es tan elevada, que los días en los que Mark Zuckerberg se viste de ciudadano serio y responsable, promete luchar contra el reverso tenebroso de la fuerza cerrando páginas falsas, eliminando bots… y limitando a 5 el número máximo de veces que se puede reenviar un mensaje a través de su aplicación. No hay problema, si seguimos la estructura viral de propagación de este tipo de redes, la cuenta es sencilla: 5 mensajes a 5 contactos que a su vez lo reenvían a otros 5, 5x5 = 25. Estos 25 a otros 5 cada uno, es decir, a un total de 125… y así, y sin considerar los grupos o listas de distribución, ¡hasta el infinito y más allá!


Puede que una regulación más restrictiva, prohibir los Four Minute Men, evite este tipo de prácticas. Una iniciativa que trata de igualar la competición desde la oferta, dando a todos los partidos, plataformas electorales o candidaturas, las mismas oportunidades de origen. Es decir, una vez que sabes cuáles son los efectos que pueden tener este tipo de herramientas, cualquiera con los suficientes recursos o habilidades podría aprovecharlas para su beneficio. Si se limita su uso, todos los que participan en la competición política, al menos a priori, estarán en igualdad de condiciones. Por supuesto, a nadie se le escapa que la asimetría es una de las condiciones de partida de cualquier competición política. Algo que, además, se refuerza con los sesgos propios de este tipo de herramientas digitales. 

El buenismo, casi paternalismo, con el que Zuckerberg y otros CEO & Founders tratan esta cuestión, salva a sus herramientas, incluso a los malvados Trump, Bolsonaro, Farage o Putin, y transfiere el problema a los ciudadanos: esa masa monocorde y pasiva. Un enfoque similar al que Lippmann formuló en su famosa teoría. La confianza en las fuentes que nos proveen de información política, el reducido coste que tiene cuando llega a nuestros móviles y la escasa cultura política que poseemos, se convierten en una combinación ganadora para cualquier vendedor de crecepelo. Para convencernos ya no necesitan 240 segundos de discurso, ni 150 palabras por minuto, ni 15 segundos para la idea clave de cierre..., todo resulta mucho más rápido, solo hay que enviar un buen meme. Una información fragmentada, sensacionalista y en la que se establezca claramente quiénes son los buenos, los malos y los regulares (si con regulares es que no son de los buenos), será suficiente.

Hasta que la ciudadanía eleve el valor de la información política e incremente la inversión que está dispuesta a realizar para su adquisición y procesamiento, la reducción de su coste seguirá siendo tan sugerente como un cartel de rebajas. Solo entonces, quizás, aprendamos a usar con una mayor destreza en nuestras aplicaciones la opción de silenciar contacto o, directamente, borrar contacto. Mientras tanto, dependeremos de la buena voluntad de las compañías propietarias de todo tipo de apps y redes sociales. Esas que, si bien no tienen muchos escrúpulos a la hora de vendernos productos que en realidad no queremos, tampoco tendrían que tenerlos para vendernos políticos que no necesitamos.


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