¿Es Rick Grimes el mejor presidente que EEUU podría tener?



Sudando y con su mirada perdida en el infinito. Esa es la primera imagen que casi todo el mundo evoca cuando piensa en Rick Grimes, el sufrido protagonista de la serie de televisión The Walking Dead (el del cómic aún conserva algo de dignidad). Siempre en medio de una tormenta, arrastrado por las circunstancias y empujando a toda una comunidad que, inexplicablemente, se apunta a un bombardeo (casi en sentido literal). Lo que más sorprende de Grimes no es su hiperhidrosis, bueno también, sino su capacidad de liderazgo y supervivencia. Un policía de pueblo, de esos con placa estrellada y sombrero de ala ancha, que jamás asistió a un curso de liderazgo en la Harvard Kennedy School pero, fruto de una serie de cualidades innatas (o de la simple casualidad), ha caminado tantas veces por el borde del abismo en el apocalipsis zombie que es capaz de coreografiar la salida de una crisis al ritmo del hit del momento. Una experiencia que nos hace preguntarnos, ¿es Rick Grimes el mejor presidente que EEUU podría tener?

Definir a un líder, incluso si intentamos encajarlo dentro de las categorías clásicas, resulta complejo. Con frecuencia, esta dificultad se deriva de la falta de liderazgos arquetípicos… eso, y de la estúpida necesidad que tenemos en la academia de ser innovadores y crear una categoría nueva a cada paso que damos. Pero esta ocasión lo merece, ¿es Rick Grimes un fenómeno único en la naturaleza? Cabría preguntarnos, a su vez, si la extraña distribución de poder resultante del inquietante baile de roles que se reproduce en la serie (en la que las personalidades de los personajes que desparecen son heredadas por los supervivientes), tiene un carácter verdaderamente representativo de la sociedad que les rodea. La Loca Eremita de las dudas existenciales, el Tío del Tigre que se cree que vive en Equalia o Wendimoor, la Killbill, el Tío de la Vara, el Ángel del Infierno redimido, el Cura del que se olvidaron media temporada y por eso no salía… y, por supuesto, el bueno de Rick. Una singular muestra que, quizás, quién sabe, cumplen con los requisitos representativos de Stuartt Mill, para quien las asambleas (vamos a tomar este grupo como una comunidad que decide cosas) debían ser una representación en miniatura del país. Esto, a su vez, nos hace formularnos una pregunta adicional, qué mierda de mundo ha producido esta acumulación de tipos raros… y ya les digo que, revisando (y ampliando) nuevamente la lista, el holocausto zombie no parece ser suficiente motivo. 

Más allá del alcance del carácter representativo de Alejandría (se lesionaron muchas neuronas cuando pensaron el nombre de la urbanización…), no queda claro si los líderes son designados y controlados mediante la Teoría del Mandato en el fallido Congreso Continental que se han montado, ese que es incapaz de materializar la utopía de un mundo lleno de armonía por la constante amenaza de todo tipo de fuerzas imperialistas, o si se trata más bien de una autoproclamación napoleónica. A pesar de las dudas, lo cierto es que los hechos sugieren más bien la segunda opción. Incapaz de cumplir con las obligaciones del mandato sustantivo, y en tiempos de constante amenaza, la tiranía delirante emerge como el único recurso para conservar la vida del grupo. Un golpe de timón recurrente de un guion (cómic) demasiado complacido con las estructuras de poder fascistas y en el que el populismo está tan edulcorado que debería servirse con insulina.

Resueltas las discusiones de los teóricos del populismo por la vía práctica, situándolo como un tipo de liderazgo y evitando la procelosa definición conceptual de una ideología (que podría no serlo, o sí), el hombre aparece de manera casi inevitable frente a la historia, generalmente en una situación fruto de una gran catástrofe, y ante la que solo cabe dar un paso al frente que lo sitúa a la vanguardia de su pueblo. Si algo gusta a cualquier biógrafo oficial, de esos que hacen de negro para contar la vida y milagro de todo tipo de líderes y cargos públicos, es el determinismo histórico. Una historia sensacional para esos bestseller que calientan la precampaña y en la que hay más ficción que realidad: el hombre frente a (su) la historia. No es que The Walking Dead se preste a una revisión marxista en la que identifiquemos con claridad la superestructura y la correspondiente infraestructura en esta sociedad postapocalíptica (para eso ya está la banda de Negan), pero sí es evidente la toma de control que Rick hace de su destino y el de los suyos. Por supuesto, en esta ocasión el pueblo es una comunidad de multipropietarios que ve en Rick a el único capaz de hacer todo tipo de promesas, incluida la construcción de un muro que evite los ataques de todos aquellos que pueden amenazar la prosperidad y felicidad de su pueblo, y que casi siempre resuelve con un desesperado ataque a otra comunidad para robarles sus bienes o territorio.

La capacidad de liderazgo de nuestro héroe es incuestionable. Un tipo capaz de perder a la mitad de sus compañeros, destruir cualquier lugar seguro y próspero en el que vivir y, a pesar de ello, contar con la inquebrantable lealtad de sus seguidores… o es el factótum de una secta religiosa o es el dueño del Escatergoris. No obstante, cabe apuntar que si algo nos han enseñados los cómics es la predisposición de servicio público de los superhéroes (millonarios incluidos) y la lealtad que despiertan. Esos que se calzan unas mallas y acuden al rescate del mundo como si no hubiese mañana. Por supuesto, Rick no tienen ningún superpoder y, aunque hubiese sido millonario, no habría servido de mucho su dinero (salvo que, en una situación de riesgo, para poder huir, hubiese lanzado a su mayordomo Alfred contra una piara de zombies). Sin embargo, las capacidades siempre son relativas. Una cualidad es excepcional e importante en la medida que es escasa… y tener valor, voluntad y una Colt Python cargada, es una ventaja cualitativa fundamental que te hace un ser casi único. Una cualidad fundamental para liderar cualquier tipo de organización o comunidad.

En otros tiempos, la capacidad de negociación, de llegar a acuerdos mediante la empatía y la resolución pacífica y el consenso, podrían haber resultado claves. Pero con el declive de la civilización, el ocaso de la sociedad de consumo, las normas han cambiado y se impone una nueva lógica. Ni siquiera la gestión de la escasez, esa que obliga a recolectar y montar huertos colectivizados como la mejor opción para sobrevivir, son suficientes credenciales para liderar una comunidad. Aunque Rick se convierta en el mayor promotor de atracción de talentos y recursos, ¡Alejandría Primero!, y fuera de ricklandia solo quede espacio para un libre comercio autorregulado por el uso de la coacción, la utopía populista parece empeñada en no cumplirse. No es que la historia o el destino se opongan frontalmente, no hay tal conspiración. Se trata de algo más sencillo, la incapacidad de un líder de acción para gestionar la paz. La felicidad de lo alcanzado pronto desaparece para dar paso a un Rick más disperso, meditabundo, torpe… al que solo la promesa de un nuevo conflicto despierta sus glándulas sudoríparas.

Sin duda, si hay algo que caracteriza a Rick Grimes por encima de cualquier otra cualidad para el liderazgo es su permanente huida hacia delante. Por muy mal que vayan las cosas, siempre hay una acción desesperada que tapa cualquier problema y que, sorprendentemente, es seguida por un grupo de fanáticos pueblerinos a los que solo les queda odiar los liderazgos femeninos y a los votantes de origen haitiano… lo que sea por evitar cualquier reflexión o una evaluación de desempeño que pueda sugerir un mínimo error.

La autocrítica… ese momento de abstracción que concluye en el mismo momento en el que encuentra un nuevo enemigo al que culpar de todo lo malo. Y eso que en los tiempos del apocalipsis zombie no funcionan los servidores de fakenews. Una desventaja que pronto se compensa por el constante recurso al conflicto, ya sea con propios o extraños. Y es que el sacrificio de un líder como Rick Grimes nunca es suficiente. No solo el esfuerzo físico e intelectual (bueno, principalmente físico…) que tiene que hacer para mantener a salvo a su comunidad de amenazas que él mismo ha creado, sino también por el alto coste personal que ello implica. Una lucha que le lleva a enfrentarse con sus colaboradores más próximos, suerte que Wolff no sobreviviese al apocalipsis zombie… e incluso, y esto es serio, si es necesario, sacrificar a su propio hijo. En realidad, no se trata tanto de una exigencia bíblica o de una salida en falso de una investigación por colaborar presuntamente con una trama de espionaje rusa, digo una red de espionaje de Los Salvadores… sino de la oportunidad de utilizar esa ofrenda para afianzar la imagen de entrega constante de un líder que ofrece todo lo que tiene para construir la utopía que él mismo ha creado. ¡Pobre Barron! Más vale que se ponga el traje de hojalata. 

No sabemos si Los Simpson lo predijeron, pero lo que está claro es que, en la confusión entre realidad y ficción, Rick no es el mejor presidente que EEUU podría tener porque, muy probablemente, ya lo es. Y no lo es por las cualidades y capacidades, muchas de ellas absurdas, que posee (que también), sino principalmente por la proyección que hace de las mismas y que convierten a Grimes en el mejor candidato. Aunque sus credenciales avalan sobradamente su candidatura al puesto, son aquellos que aspiraran a ser mandados por semejante personaje quienes hacen de él la mejor opción posible. Esa extraña masa informe capaz de confiar su destino a un tipo tan singular y pueril (¿seguimos hablando de Grimes?). Al fin y al cabo, en el magma populista, es el pueblo quien designa a su líder… aunque después de ocho temporadas, o dos mandatos, no quede ni el apuntador para ver qué ha pasado.


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