Esos torpes viejos politólogos
La juventud es, en sí misma, un valor. La exuberancia casi insultante, para quien ya la ha perdido, de quien tiene toda la vida por delante y no teme arriesgar su ego para construir su reputación. Por supuesto, pese la ya legendaria longevidad de los politólogos, en algún momento, también ellos fueron jóvenes (más ahora, que la juventud llega hasta los cuarenta, o más…). Y, además, fueron jóvenes fácilmente identificables… solo había que mirar a un grupo de amigos para descubrir quién era el coñazo de politólogo que torturaba a sus colegas con una interminable disquisición sobre la metamorfosis del sistema de partidos, la riqueza del lenguaje político en los discursos de los federalistas, el equilibrio imperfecto en la reordenación de potencias en la escena internacional tras la descolonización o el concepto de soberanía (que el de hegemonía todavía no era TT).
Resulta evidente que entre las viejas generaciones de politólogos y las nuevas existe un importante gap. Probablemente, la misma distancia que existe entre el resto de generaciones de abogados, economías, sociólogos… y es que recorriendo el paraíso de los tópicos etnocentristas, las últimas generaciones de politólogos no han pasado una guerra; ni una postguerra traumática; ni se plantó un mes de mayo en una plaza parisina para ver volar los adoquines (por mucho que insistan, aquel mayo, en Sol, no había tantos politólogos); tampoco transitamos entre el existencialismo, nihilismo, dadaísmo, constructivismo… ni ningún otro ismo que diera sentido a nuestra vida… pero qué culpa tenemos de que el único glamour que podemos dar a nuestro breve pasado sea un filtro de Instagram.
Simplificada y generalizada la realidad, la ausencia de traumas parece indicar, más por contraposición que por eficacia, la existencia de una era de abundancia. Claro que todavía no sabemos si esto es bueno o mal, quizás solo regular. El acceso a los recursos no lleva, necesariamente, a su aprovechamiento. De hecho, generalmente, la abundancia termina causando despilfarro. Puede que esto mismo se esté produciendo en la academia, con un buffet libre abierto las veinticuatro horas del día en forma de acceso universal a todo tipo de repositorios y recursos (siempre que antes pagues la nada barata cuota), donde la gula no ha hecho sino generar un terrible sobrepeso. Principalmente porque el fastfood lo impregna todo. No solo en los productos rápidos que consumimos, papers de quince o veinte páginas en los que está todo tan condensando que hay más citas que ideas, sino también por la demanda que se produce en el siguiente escalón (el de la divulgación): posts aún más concentrados para explicar una realidad cuya caducidad no se extiende más de quince minutos ni su alcance llega a los tres kilómetros cuadrados. Pero es lo que hay. La academia ha innovado y lo ha hecho en forma con el minimalismo del fastfood.
Simplificada y generalizada la realidad, la ausencia de traumas parece indicar, más por contraposición que por eficacia, la existencia de una era de abundancia. Claro que todavía no sabemos si esto es bueno o mal, quizás solo regular. El acceso a los recursos no lleva, necesariamente, a su aprovechamiento. De hecho, generalmente, la abundancia termina causando despilfarro. Puede que esto mismo se esté produciendo en la academia, con un buffet libre abierto las veinticuatro horas del día en forma de acceso universal a todo tipo de repositorios y recursos (siempre que antes pagues la nada barata cuota), donde la gula no ha hecho sino generar un terrible sobrepeso. Principalmente porque el fastfood lo impregna todo. No solo en los productos rápidos que consumimos, papers de quince o veinte páginas en los que está todo tan condensando que hay más citas que ideas, sino también por la demanda que se produce en el siguiente escalón (el de la divulgación): posts aún más concentrados para explicar una realidad cuya caducidad no se extiende más de quince minutos ni su alcance llega a los tres kilómetros cuadrados. Pero es lo que hay. La academia ha innovado y lo ha hecho en forma con el minimalismo del fastfood.
Si al arrojo e hiperactividad juvenil le sumamos un sistema que premia la verborrea académica en forma de convulsivo paper-making, tenemos la tormenta perfecta. Los politólogos, en realidad es algo que se produce en cualquier campo científico, se han convertido en replicantes de papers con una tasa de producción supera exponencialmente a la de cualquier generación precedente. El doble de líneas en su currículo que la generación inmediatamente anterior, el triple que la siguiente... y así hasta que un postdoc cualquiera, tres años después de la tesis, tenga más artículos en el Q1 que el catedrático de su área (al que, por cierto, nunca le pidieron semejante mérito en su oposición de cátedra). Una pulsión casi freudiana que confunde la cantidad con la calidad, seguimos con los tópicos, y que habría impedido que los grandes politólogos hubiesen llegado a serlo. ¡Oh no! ¡Otra entrada para hablar mal de la academia y la hipertrofia de los rankings de calidad! No, en realidad no, bueno sí.
Repasando la producción científica de esos viejos politólogos, esos que todo el mundo cita (casi siempre en cita indirecta, que son pocos los que son capaces de leer algo que tenga más de cien páginas llenas de sustantivos y adjetivos), casi ninguno de ellos podría trabajar en el sistema universitario actual. Nadie les habría confiado diez o quince años para realizar una gran aportación, pero en muchos casos así fue. Por supuesto, no faltará quien piense en la suerte que tuvieron muchos de ellos al entrar en la época en la que se estaban construyendo las ciencias sociales. Esos momentos en los que en la ciencia política estaba todo por hacer y… perdón, por pensar y hacer. Un tiempo en el que era más importante la calidad que la cantidad, y en la que la calidad la daba el contenido y no el lugar que ocupaba en el ranking la editorial o revista en la que se publicaba. Sin mencionar a Weber, un maldito antipositivista que murió víctima de la gripe española sin llegar a los sesenta, toda una deshonra para los politólogos de bien (no sabría decir si la deshonra la produce lo primero, lo segundo o ambas cosas), son muchos los ejemplos que pueden darse. Por ejemplo, Maurice Duverger, clave para entender la influencia de los sistemas electorales en la formación de sistemas bipartidistas, publicó su famoso libro «Les partis politiques» a la edad de 34 años. Toda una proeza para su época y un ridículo espantoso para nuestra era.
No es menos grave el caso de Arend Lijphart, quien en su obra «The politics of accommodation», publicada a los 32 años, definió el concepto de consociativismo. Un esfuerzo que debió obligarle a descansar, pues no fue hasta sus 52 años cuanto publicó su trabajo más reconocido, «Patterns of democracy», en el que divide las democracias entre aquellas que seguía el modelo de Westminster y el de consenso. O Grabiel Almond, quien publicó con 52 años su famosísimo y aburridísimo trabajo, junto a su colega Sidney Verba, «The civic culture: political attitudes and democracy in five nations». Lectura obligatoria para cualquier estudiante de ciencia política, aunque en España escaseen los estudios sobre cultura política, como también lo es el de «poliarquía» de Robert Dahl, quien definió el concepto con 74 años en su libro «Democracy and it’s critics» (aunque años antes ya había publicado «Polyarchy: participation and opposition»)... siempre me ha resultado más interesante sus aportaciones sobre la toma de decisiones de los gobiernos.
Podríamos seguir así un buen rato. Sartori, quien empezó su producción académica tratando de entender a Kant, se demoró hasta los 33 años para publicar su «Democrazia e definizioni»; Juan J. Linz, quien con 40 años publicó junto a Alfred Stepan «The Breakdown of democratic regimes…»; el fundamental estudio sobre el origen del totalitarismo, «Elemente und ursprünge totaler herrschaft», que Hannah Arendt concluyó a sus 45 años (diez más tarde llegaría su imprescindible colaboración en el New Yorker, «Eichmann in Jerusalem: a report on the banality of evil»); y podríamos seguir, Bobbio, Pasquino, Voegelin, Lasswell …
Torpes viejos politólogos son todos ellos. Si bien es cierto que han realizado grandes aportaciones a la disciplina (al igual que otros muchos que no hemos citado), probablemente ninguno de ellos habría sido capaz de subsistir al frenético ritmo de producción científica al que obliga el posicionamiento Q1. Y no habrían sobrevivido, no por los años de estudio y obras menores que necesitaron para crecer en la academia, ni por no encontrar sus publicaciones entre las mejor posicionadas por razón de su editorial o revista, ni siquiera porque a alguno de ellos estuviera impartiendo clase en una universidad fuera del top ten del ranking de Shanghái… no hubiesen sobrevivido por la simple inercia de una academia en la que se premian las operaciones cortas y no las grandes inversiones.
Estos viejos torpes politólogos tuvieron suerte, a pesar que nunca jamás hayan publicado un Q1, su generación tuvo tiempo para reflexionar y hacer avanzar su disciplina. Una suerte, hoy torpeza, que les permitió creer que, para escribir, primero había que leer y reflexionar, escuchar antes de hablar, pensar, equivocarse, corregir, mejorar… Con los actuales sistemas coactivos de promoción, mucho más desde la última reforma del sistema de acreditación de la ANECA, no hay más alternativa que cargar la impresora y encomendarse a Martín de Porres (santo que dominaba el arte de la bilocación, clarividencia, control de la naturaleza, sanación… y puede que el peer review).
No queda otra, España tenía una escasa producción científica (seamos realistas, publicar poco no significa ser un vago, pero tampoco que publiquemos obras capitales para el conocimiento) y decidió sumarse a la producción en serie de papers para ascender rápidamente en los rankings. Todo un éxito, España despegó y ahora se codea (en realidad no tanto) con otros países como Estados Unidos, Reino Unido o Alemania (quienes por cierto nos vapulean en presupuesto dedicado a I+D+i) publicando todo tipo de pequeños avances. Exactamente igual que el resto de países entre los que cada vez son más los críticos con un sistema que no impulsa la transferencia de conocimiento a la sociedad, impide fortalecer líneas de investigación a largo alcance… países en los que se ha iniciado una defensa de la teoría y el pensamiento frente al fast thinking. El eterno retorno a la filosofía.
No queda otra, España tenía una escasa producción científica (seamos realistas, publicar poco no significa ser un vago, pero tampoco que publiquemos obras capitales para el conocimiento) y decidió sumarse a la producción en serie de papers para ascender rápidamente en los rankings. Todo un éxito, España despegó y ahora se codea (en realidad no tanto) con otros países como Estados Unidos, Reino Unido o Alemania (quienes por cierto nos vapulean en presupuesto dedicado a I+D+i) publicando todo tipo de pequeños avances. Exactamente igual que el resto de países entre los que cada vez son más los críticos con un sistema que no impulsa la transferencia de conocimiento a la sociedad, impide fortalecer líneas de investigación a largo alcance… países en los que se ha iniciado una defensa de la teoría y el pensamiento frente al fast thinking. El eterno retorno a la filosofía.
Es curiosa la legión de defensores que, en áreas ajenas como la nuestra, tiene una disciplina como la filosofía. Y no solo porque en estos tiempos que corren la opinión, la base del pensamiento, está casi proscrita, sino porque en esta inmersión en la esquizofrenia del paper-making no queda espacio para la reflexión, para tratar de dar una explicación a los cambios que se producen, a los que se van a producir. Las nuevas generaciones de politólogos no tienen más opción, si no quieren morir de hambre, que dedicar sus esfuerzos a publicar, mejor en formato multifirma, todo tipo de papers que solo se diferencian del resto por dos o tres detalles. Así, poco a poco, se destruye una disciplina que no es capaz de fijar ninguna meta a largo alcance. ¿Cuál es el último gran libro/artículo de ciencia política que se ha publicado en las últimas dos o tres décadas? ¿Cuál es el último gran avance de la disciplina?
¡Malditos torpes viejos politólogos! Afortunados todos ellos, nunca tuvieron la presión de publicar y publicar para completar las exigencias de una acreditación (que verifica alguien que, con frecuencia, está lejos de alcanzar los méritos en producción del evaluado). Su presión, cosa sencilla, radicaba en escribir algo verdaderamente significativo. ¡Malditos! No han dejado nada para los demás, solo una colección de referencias a trabajos que ya no pueden escribirse, aunque a día de hoy muchos de ellos no hubiesen podido disfrutar de una plácida y larga carrera académica. Resulta paradójico citar en un paper a un montón de politólogos a los que ahora, con toda seguridad, nadie publicaría y sus departamentos universitarios despedirían por baja productividad. Bienvenidos a la era de los hábiles jóvenes politólogos. Una era en la que, si esos jóvenes politólogos brillantes no tuvieran que publicar un paper cada cuatro meses, seguro que serían capaz de hacer avanzar de nuevo la disciplina, o no.
[Lasswell fue, en realidad, todo un prodigio. A sus veinticinco años publicó el imprescindible «Propaganda technique in the World War»]
[Lasswell fue, en realidad, todo un prodigio. A sus veinticinco años publicó el imprescindible «Propaganda technique in the World War»]
1 comentario(s)
Los nuevos politólogos serán una chufa, pero si son miembros del Instituto Juan March (el banquero de Franco y promotor del golpe de 1936) pueden colocarse fácilmente en tu universidad. A
quí el famoso gráfico que toda la profesión se pasa con la agencia de colocación de Ignacio Sánchez-Cuenca: http://i.imgur.com/7xhtY7u.jpg
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