El falo falaz



Lo que no se puede medir, no se puede comparar… Un mantra, casi un dogma, que las ciencias sociales adorna con complejos aparatos analíticos para disimular su evidente complejo científico con eso que llaman las ciencias puras o duras. Quizás la culpa de esto, o al menos de parte, la tenga aquella otra premisa que rezaba: lo que no se puede medir, no se puede mejorar. Frase atribuida a Lord Kevin y/o a Peter F. Drucker que, en realidad, decía: «Lo que no se define, no se puede medir. Lo que no se mide, no se puede mejorar. Lo que no se mejora, se degrada siempre». Una secuencia un poco más compleja con la que parecen salvarse muchas disciplinas pero que condena, casi sin absolución posible, a muchas áreas que componen las ciencias sociales. 

Esta preocupación por medirlo todo, por comparar hasta el más mínimo detalle, nos lleva a la creación de una burbuja que han inflado, de un modo casi despiadado, los padres fundadores de los índices bibliométricos. Thomson Reuters, y su consagrado Journal Citation Reports, han cambiado las reglas de juego de la investigación académica (y creado un rentable circuito virtuoso editorial para estas grandes consultoras que cobran a precio de oro el acceso a los repositorios en los que están las revistas en las que hay que publicar y que ellos mismos gestionan). Partiendo de una premisa acertada, aquello que no se publica (comparte) no puede generar debate, producir avances científicos, mejorar resultados previos… poco a poco se ha instalado un modelo en el que la publicación de pequeños papers, pequeños avances, es más importante para consolidar la carrera de cualquier investigador que realizar un importante hallazgo… y no digamos para conseguir una subvención o ayuda para una investigación de gran alcance. Trágico escenario en el que encontramos miles, qué digo miles, millones de correlaciones entre elementos de lo más diverso que consiguen explicar un sin fin de hechos y fenómenos. 

Desde hace tiempo sospecho, a pesar de mi evidente egocentrismo, que el amanecer de un día cualquiera no guarda una relación directa con que yo me levante. Es más, podría asegurar con toda rotundidad, sin mis tradicionales «parece», «quizás»…, que aunque yo no me levantase, el día comenzaría de la misma forma que lo hace siempre. Pero, puestos a buscar evidencias científicas, puedo afirmar de un modo inequívoco que mi despertar y el amanecer están fuertemente relacionados. Pobres de vosotros el día que yo me muera… vais a vivir en la más absoluta de las oscuridades. Y es que esta obsesión por encontrar relación a todo, algo tremendamente sano desde el punto de vista científico, nos lleva a plantear imposibles. Ya conocen, por ejemplo, el increíble poder de embriaguez que se asocia al agua: cada vez que bebo agua con whisky me emborracho; cada vez que bebo agua con vodka me emborracho; ergo, el agua emborracha. Una certeza científica que tiene tanta validez como afirmar, ya en el terreno de las ciencias sociales, que todas las revoluciones empezaron un día como hoy. Nos ha jodido… 

Gracias a esta investigación científica sobre el agua, que me llevó años de ensayos clínicos e investigaciones adicionales, he podido verificar la toxicidad del agua y ponerme a salvo de tan grave perjuicio. Mi vida ha mejorado mucho, pues consecuencia de ello, solo bebo ginebra y otras bebidas espirituosas y el mundo me parece un lugar mucho más amable… uno en el que cualquier correlación puede resultar significativa, aunque explique uno o dos casos de cada diez y no presente ninguna evidencia de causalidad. Pero quién necesita causalidad cuando lo más importante es el método y su correcta aplicación. Qué tiempos aquellos cuando el método estaba al servicio de la ciencia y no la ciencia al servicio del método. Soy un nostálgico, lo admito. 

En este mismo sentido, vale la pena recordar aquel estudio que relacionaba la evolución de la bolsa de Nueva York con la climatología. Los días de sol, oh sorpresa!, la gente parecía estar más dispuesta a invertir su dinero y el volumen de operaciones aumentaba al ritmo que la bolsa subía. En sentido contrario, finjan una nueva sorpresa, en los días nublados o de lluvia los inversores se volvía más conservadores y la bolsa bajaba. Algo que cualquiera hubiese podido intuir pero cuya correlación, la que se establecía entre los días de sol y el comportamiento de la bolsa, necesitó un sesudo estudio que, para obtener unos resultados más fiables, se extendió a otras bolsas del mundo, consiguiendo idéntico resultado. Y eso que una de las bolsas analizadas fue la London Stock Exchange, cuando todo el mundo sabe que en Inglaterra nunca sale el sol… 

Aunque relevante, sobre todo para el estudio de la sociología del consumidor (un área compuesta por gente peligrosa empeñada en acabar con la rational choice) la correlación entre los días soleados y la bolsa presentaba un desafío importante. Aunque esta correlación fuese tremendamente robusta, como un roble, como el mismísimo Donareiche, ¿cómo podríamos hacer para tener más días de sol? ¿Podríamos superar la crisis económica con un sin fin de días soleados? Y esto, créanme, es muy relevante, porque España es uno de los países con más días de sol al año y no hace falta que expliquemos el estado en el que se encuentra la economía y el IBEX35. 

La anticipación del futuro es el objeto del deseo de millones de científicos sociales. Poder estimar, de un modo más o menos fiable, qué sucederá en un futuro relativamente inmediato. Algo con lo que siempre nos aprietan y que tiene en el cálculo electoral su demostración más plausible (sobre todo cuando fallamos estrepitosamente). Por supuesto, de esto ya hemos hablado con anterioridad, aunque algunos científicos sociales lleven gafas, usen punteros láser y sean patizambos, no tienen ningún parentesco con Harry Potter ni con ningún otro mago fruto de la imaginación de cualquier otro sociópata devorador de pollo frito. La astrología, bola de cristal, el tarot y otras recetas homeopáticas tienen casi el mismo éxito que aplicar elaboradas técnicas de ingeniería a fenómenos sociales. Podemos acertar, sí, pero su nivel de eficacia sigue siendo ciertamente bajo y, sobre todo, casi imposible de reproducir en otro escenario. Maldita naturaleza del objeto social!! 

No obstante, es obligado insistir en la pertinencia del empleo de métodos de investigación solventes, poder comparar fenómenos y compartir los hallazgos con la comunidad científica. Esta es, sin duda, una de las principales vías (no vamos a ser rotundos ni excluyentes que luego nunca se sabe) para que las ciencias sociales avance, pero adolece de una obsesión por establecer comparaciones solo superado por el gusto por los ranking. 

Uno de los objetivos más estúpidos en los que hemos empeñado todo nuestro esfuerzo en los últimos años en el ámbito universitario español es aparecer en buen lugar en los ranking de universidades. Es evidente la importancia que tienen, en términos de visibilidad y reconocimiento, aparecer en buen lugar, Pero no solo eso, también podemos hablar del efecto llamada de estudiantes, profesionales, fondos… que algunos grandes centros tienen gracias a su preeminencia en estos ranking en los que parece imposible superar nuestro techo de cristal. Aunque son muchos los que emplean este tipo de herramientas para atacar a la universidad española, que brilla por su ausencia en puestos destacados, lo cierto es que si miramos con detenimiento algunos de los indicadores empleados para medir la calidad de la universidad, entendemos con facilidad los motivos que nos llevan a tan mal lugar. Por ejemplo, la cantidad de fondos de investigación que las universidades reciben, algo irrisorio en un país con la ciencia infra subvencionada o una inversión empresarial en i+d+i ridícula, o el número de directivos de empresas del Standard & Poor's 500 Index (o similares) que se han formado en la universidad… pues eso, Apple, Google, Microsoft, Berkshire Hathaway, Exxon Mobil o Amazon son de una españolidad que ni la flamenca del WhatsApp –empresa de Facebook, también en la lista de las 10 más grandes del mundo–. ¿Por qué medir la calidad del sistema universitario español con un sistema que tiene reglas para escenarios tan ajenos e inalcanzables? Fácil, hay que medir y comparar… y en el caso español, auto infligirnos algo de castigo con el cilicio. 

Estas no son las únicas dificultades a las que nos enfrentamos. La pérdida de foco muchas veces se produce en nuestro entorno más inmediato. No es necesario emplear complejos sistemas de medición o la comparación sistemática. Con frecuencia nos limitamos a confiar en nuestra intuición. Suenan las alertas de pseudociencia!!! Y confiamos, sin saber muy bien el motivo, en aquello que vemos en nuestro entorno. Falsa apariencia de realidad esta en la que nos juntamos con gente que habla y le importan las mismas cosas que a nosotros. Una sobre estimulación que nos lleva a erradas conclusiones que, en ocasiones, elevamos al rango de categoría analítica. Olé! Y es que es difícil encontrar alguien menos objetivo que un científico haciendo ciencia… 

Sin duda, uno de los aspectos de la vida, de la biología humana si me lo permiten, que más interés ha tenido para la ciencia ha sido el tamaño del pene. Tenemos información objetiva de la escasa relación que tiene el tamaño con su principal misión, conviene aclarar que es la capacidad reproductiva, e incluso con la otra misión principal, el placer. Sin embargo, esta sigue siendo una cuestión que nos preocupa en exceso. Cierto es que algunos tiene un interés particular, por ejemplo la industria de la profilaxis (verdaderamente preocupada por acertar con el tamaño de los preservativos), pero en general se trata de una cuestión más cercana al orgullo nacional, sobre todo cuando publican los famosos ranking. Quizás por ello, los urólogos han detectado, desde fases tempranas de la investigación, la escasa solvencia de las mediciones de penes que se han realizado. No solo por la inexistencia de condiciones ambientales necesarias (temperatura, tiempo sin actividad previa, estimulación…) sino principalmente por los voluntarios que se presentan a estas mediciones

Son diversos los estudios sobre los estudios realizados (esto del estudio redundante o metaestudio es algo que gusta mucho a los científicos) que observaron que los individuos que se presentaban a este tipo de mediciones estaban especialmente orgullosos del tamaño de su pene. Algo lógico, qué duda cabe que para que te llamen pitocorto no vas a ir a que te mida el miembro un científico loco que a saber dónde ha metido antes las manos…, pero que produce un sesgo evidente en el resultado, lo que pone en entredicho el orgullo nacional. 

Dentro de las ciencias sociales, donde contamos frecuentemente con datos sobre el comportamiento de las personas recogidos a través de diversos medios, es habitual encontrar estos tipo de errores. Antes hemos hecho referencia a las estimaciones electorales, lugar común para un buen número de errores, sesgos… y lo cabrona que es la gente, que le da por mentir para dejar mal a sociólogos y politólogos. Pollster que deberían recurrir a nuevas herramientas como las resonancias magnéticas, fetiche del neuromarketing, para saber primero si los encuestados mienten y conocer la solidez de su respuesta. Aunque también habría que tener en cuenta ese fallo en la medición de estos aparatos que pone en cuestión 15 años de investigaciones: doble salto mortal. 

Complejo escenario en el que los científicos sociales sobreviven con toda la solvencia posible y que, en realidad, es mucho más sencillo y riguroso de lo que esta colección de tópicos, ejemplos maniqueos y un montón de texto permite ver. Al menos, eso sí, este post servirá para presentar un argumento de peso con el que, cuando veamos el lugar que ocupamos en el ranking de tamaño de pene, podamos afirmar que se trata de un estudio con evidentes fallos metodológicos. Siempre que el resultado no nos beneficie, claro. 

Comentario(s) a la entrada