El presente no es para politólogos
«Aquel de vosotros que esté libre de pecado, que tire la primera piedra»
(Juan, 8:7)
El Ejército de Salvación de politólogos acudió raudo a la llamada de una sociedad que intentaba entender, o al menos así nos gusta verlo, qué demonios sucedía a su alrededor. La crisis política, social, institucional, económica… dio paso a la Edad de Oro de la ciencia política española. Parecía que cuanto «peor» marchaba España, cuanto más complejo era el escenario político, mejor les iba a los voluntariosos politólogos. Y para colmo, el ciclo electoral más largo de la historia… una orgía de análisis y proyecciones. Los procesadores no daban abasto para modelizar una realidad que, a menudo, confundíamos con el deseo.
Parecía que la Edad de Oro de los politólogos iba a durar mil años pero, como todos los reinos con esa fecha de caducidad, también ha entrado en declive. La perfecta comunión entre unos ansiosos medios de comunicación (y ciudadanos) y los politólogos pareció debilitarse debido al escaso acierto a la hora de anticipar los resultados electorales (como si antes se acertase siempre). Este hecho llevó a muchos a una sobreactuada crisis existencial: si no podemos confiar en los politólogos, en quién podremos confiar? Música de melodrama y fundido a negro. Un drama para sobrealimentados egos que se desinflaban con gracioso ruido de pedorreta de fondo. Menos mal que siempre hay a mano un parche autovulcanizante, o unos halagos de autocomplacencia frente al espejo, con el que levanta la autoestima.
Pasó lo peor, al menos aparentemente, y el idilio continuó. Las campanas sonaron de nuevo y la verdad fue revelada, implacable, aunque con muchos más «podría», «parece», «quizás». La prudencia se hizo tendencia, acabando con el papel de fumar en los estancos, al tiempo que la situación de bloqueo institucional, las negociaciones, pactos y contrapactos… son analizados hasta el último detalle, maximizando cada uno de los hallazgos como si acabásemos de encontrar una pepita de oro en la batea. Tanto es el nivel de detalle alcanzado que se corre el riesgo de elevar a categoría de análisis una anécdota. Un mal lleno de lugares comunes que tanto se ha criticado desde la profesión durante la etapa pre-politóloga.

La información, los datos, el material de trabajo se hace tan escaso que las unidades de análisis terminan por tener poco valor. La escasa presencia de los politólogos en el centro de la acción, o dicho de otro modo, la permanente insistencia en permanecer en la periferia, no solo nos permite disfrutar de una plácida equidistancia, también nos aísla de las fuentes primarias. Esto no debería ser un problema, pues los politólogos no tienen en su carta de servicios el periodismo de investigación (mucho menos adivinar el futuro leyendo el tarot), pero sí termina por generar un efecto cíclico en el que, ante la ausencia de novedades, se repiten mantras de escaso valor analítico.
Es posible, pecado mortal, que haya llegado el momento en el que los politólogos deban dar un paso a un lado y permitir que los profesionales de la información, algunos los conocerán como periodistas (sí, esos a los que tanto despreciamos), hagan su trabajo y aporten datos sobre qué sucede en una realidad que, solo entonces, podremos analizar. Especialmente cuando hablamos de partidos, de pactos, de política parlamentaria… escenarios en los que solo una exclusiva parece aporta valor. En caso contrario, si los politólogos seguimos removiendo el caldero de la todología tertuliana para ver qué cae, avanzando lo que pasará en España porque en Irlanda hicieron no sé qué o en Holanda improvisaron tal solución, continuaremos labrando el pasto de los lugares comunes o, peor aún, acabaremos como esa legión de economistas que han hecho de la predicción del pasado su mejor excusa para justificar su escasa capacidad para explicar la realidad. Mea culpa.
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