Esa iniciativa llamada 'segunda transición'



La importancia del naming a la hora de vender un producto es (casi) más importante que la idea misma que lo origina. Quizás por ello, el cambio político que se anuncia a modo de lanzamiento comercial como la segunda transición tiene tantos valores aspiracionales que podría lograr la redención de toda la humanidad por sí misma. Un nuevo proceso, constituyente o no, reformador o no, pero, en cualquier caso, muy diferente de una primera transición que actúa como referencia obligada de este propósito que vincula, de manera indefectible, formar gobierno (no popular) con la transformación de todo el sistema.  

Desde el punto de vista formal, el idílico proceso de transición fue causa y origen de una orgía de consenso, tanto que parece que la clase política acabó con los huesos doloridos, las articulaciones inflamadas, las fuerzas agotadas y sin un reconstituyente que aliviase el esfuerzo realizado… tanto que no se volvió a repetir tal entusiasmo por el noble arte del parlamento y el acuerdo salvo en contadas ocasiones (aunque puede que en la placidez de la partitocracia nos cambiase el gusto del paladar). En realidad, como cabe suponer sin necesidad de revisitar el período histórico desde una visión crítica y haciendo uso únicamente del sentido común, no todo fue una luna de miel al compás de una melodía pegajosa al ritmo de la que los distintos actores bailaban acompasadamente. 

Una de las tácticas favoritas de Suárez, el gran negociador de la transición al que Alfonso Guerra llamó el Tahúr del Mississippi, fue ver de buen grado todas las propuestas que le hacían los líderes de los distintos partidos (legalizados o no), aunque no fuesen necesariamente compatibles o, como se dice ahora, confluyentes. Una estrategia perfecta para evitar conflictos y encauzar la transición dentro los previstos márgenes de la moderación. De uno a uno y sí a sí a todos, una sencilla metodología en una España analógica en la que,sin embargo, todo el mundo se conocía. Sin duda, el problema de Suárez es que él no era el único interlocutor que poseía una agenda con todos, o casi todos, los números de la clase política. Los líderes de los diferentes partidos también tenían una y no dudaron en usarla para establecer contactos e intercambiar sus diferentes puntos de vista, contarse las promesas que hacía el presidente (observar las contradicciones) y fijar sus propias posiciones. Tal fue el éxito de estos diálogos que la oposición democrática constituyó la Comisión de los Nueve

El mérito de la Comisión de los Nueve, que en la más noble tradición administrativa española derivó en una subcomisión, no fue congregar a los comunistas de Carrillo, los socialistas de González, los convergentes de Pujol, los liberales de Satrústegui… tampoco lo fue reunirse para negociar una posición común en asuntos fundamentales de la transición política (la amnistía uno de sus principales puntos) y, muy especialmente, de la elaboración de la ley electoral… el gran mérito estriba en intentar tomar la iniciativa política en un proceso en el que eran, en el mejor de los casos, unos actores secundarios. 

A pesar del gusto por la nostalgia, la situación ha cambiado. La segunda transición no es un viaje que se ha iniciado en el que los actores se suman e intentan defender su posición, tal y como lo fue la primera (... primera y de momento única). Ahora (algunos de) los actores primero deben ponerse de acuerdo para que pueda arrancar (al menos formalmente) esa segunda transición que anuncian. Pero el gobierno, que debería figura en el tablero como el catalizador del cambio, sigue apareciendo como un fin, casi como la última esperanza de sobrevivir de un viejo sistema que juega con la ventaja del inmovilismo, de la resiliencia ante una cuenta que no termina de cuadrar por más proyecciones que hace. La generosidad, o egoísmo, según se mire, del harakiri brilla por su ausencia. Todo ello animado por partidos que se empeñan en demostrar la incompatibilidad que hay entre la iniciativa de cambio y el sustrato político de la segunda transición. Y es que debe ser muy difícil para quien está justo en el medio hacer pasar un proceso constituyente por uno reformista, y viceversa. Más cuando todo es sometido, casi en tiempo real, al escrutinio del público. Suárez en esto, al menos aparentemente, lo tuvo más fácil, pues en aquellos tiempos no había esa demanda de transparencia ni herramientas de comunicación con las que tuitear las reuniones secretas que Martorell y Guerra celebraban en aquel reservado del restaurante madrileño en el que se negoció de facto la Constitución,… reuniones en las que no había ni luz ni taquígrafos, como mucho un pacharán o algo más consistente. 

La cuidada escenografía a la que obliga el desencuentro permanente, en la que cada acción parece encaminada a simular entendimiento cuando en realidad se buscar mantener la distancia, impide la búsqueda de un acuerdo real. Sin duda, nadie espera en el momento actual la creación de una comisión de los nueve, ni de los tres. Los distintos grupos tienen intereses tan divergentes que no resisten la prueba del busque, compare y si encuentra algo mejor… entre otras cosas porque el acuerdo entre dos actores hace muy difícil el pacto con un tercero o un cuarto. Más cuando la transparencia, el nuevo marco de comunicación, hace más difícil (que no imposible) las traiciones en diferido o, dicho de otro modo, las famosas renuncias y el consenso. Un recurso habitual en los elogios a la transición y que habla de un desistimiento implícito que merma, una vez más, el alcance de un proceso de estas características. La iniciativa de la segunda transición demuestra, una vez más, la importancia del naming a la hora de vender cualquier producto, quizás por ello pueda que este no sea más que una entelequia deslucida de lo que antes llamaban ruptura.

Las elites, viejas o nuevas, siguen declamando correctamente las palabras pueblo, nación, gente, futuro... mientras muchos descuentan los días que restan para las próximas elecciones. Por ello, el interés de la partida está en ver a quién se le atribuye el fracaso del no gobierno y quién consigue mantener la iniciativa del cambio. Claro que, como dice el refranero español, puede que sea mejor un mal acuerdo que un buen pleito, aunque sea sobre la campana.

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