Deporte y propaganda política



Probablemente, como en otras tantas cosas, fueron los ciudadanos de la ciudad-estado de Atenas los primeros que se dieron cuenta de la importancia del deporte, y así, a los habitantes de Olimpia les dio por celebrar unos juegos a mayor gloria de su excelencia en la búsqueda del hombre ideal (no solo en lo físico sino también en lo intelectual). Una proyección de una serie de virtudes o características que los hacia únicos y dignos de ser batidos por cualquiera que desease ser mejor que ellos. Y es que detrás del deporte hay muchas más cosas que tienen poco que ver con el esfuerzo o los valores que el barón de Coubertin trató de imprimir a los Juegos Olímpicos modernos, y que más allá de la venta de camisetas, los derechos televisivos o la tiranía de un refresco azucarado con cafeína, presentan una serie de ventajas que los convierte en un vehículo de comunicación extraordinariamente versátil. Buena prueba de ello es la campaña Guanyarem, con la que la Plataforma ProSeleccions Esportives Catalanes trata de vincular el deporte de base con la sociedad civil dentro de ese conglomerado propagandístico en el que se ha convertido el soberanismo catalán. Nada original. 

Es imposible hacer referencia al empleo del deporte en la propaganda sin hacer mención a la megalomanía de la Alemania nazi y su ‘fiesta privada’ de Berlín 1936, rodada con el magistral pulso de Leni Riefenstahl, propagandista de cabecera del régimen. Una celebración del poderío de un nuevo régimen que se manifestaba en la supremacía de la raza aria y que se empeñó en estropear un Jesse Owens que no debió quedar impresionado por el fuego milenario que alumbró el nacimiento de Germania. La supremacía aria, la camaradería soviética, el buen fascista italiano o el patriotismo estadounidense, no solo cumplían con la intención de magnificar una raza, una ideología o una nación, también servían de ejemplo para toda una sociedad y como elemento de unidad nacional. Algo no muy ajeno al espíritu patrio que trató de difundir una dictadura franquista que hizo vibrar a varias generaciones, vía NODO, con las pedaladas de Bahamontes (y otros) en las montañas francesas, o gritar hasta la afonía con el gol de Marcelino que nos dio en 1964 una Eurocopa ante la malvada Unión Soviética (final celebrada en el Bernabéu, mucho mejor en casa que en cualquier otra tierra de cabrones, ya lo decía el entonces Presidente del COE, el General Moscardó). 

Finalizada la Segunda Guerra Mundial, el mundo vivió una de las peleas más prolongadas que se ha producido, décadas de empujones e insultos entre dos matones a los que su callejón pronto se les quedó pequeño y la historia dignificó con el nombre de Guerra Fría. Si Corea, Vietnam, Afganistán, Cuba, Chile o el espacio exterior eran buenos escenarios para una batalla más entre ambos bandos, no iba a librarse el deporte, ya fuese en la cancha de juego, o en el boicot a la celebración de unos Juegos Olímpicos como los de Moscú o Los Angeles. Sin duda, dos fueron los campos de batalla más interesantes en las que se dirimió las diferencias entre el capitalismo y el comunismo: el dominio del oso ruso del hielo estadounidense en unos de sus deportes preferidos, como lo es el hockey, y la respuesta en forma de cálculo matemático en el intento yanqui de robar el tablero a los grandes ajedrecistas soviéticos (con Fisher convertido en todo un mito). 

En un sentido menos conflictivo, el deporte también ha servido para extender los valores de un modo más pacífico, como el mito de la deportividad y la competitividad de los caballeros ingleses plasmada en el fútbol, o la elegancia que despliegan sobre el césped de Wimbledon solo superada por el suizo Roger Federer. El deporte nacional, todo un honor y un riesgo, pues cada victoria cuenta como algo lógico, pero cada derrota se vive como una humillación de la que es difícil reponerse. El Ronald Garros para los franceses (hace años de la última victoria gala), el ping-pong para los chinos (aunque en realidad fueron los británicos quienes lo inventaron), el béisbol para los estadounidenses (con importantes confrontaciones con el equipo cubano) o el taekwondo, ese deporte coreano que se empeñan en mancillar los japones, o eso lleva años diciendo Querido Líder y herederos a golpe de altavoz. 

Pero no solo representa la idiosincrasia de un pueblo como el inglés, o la prolongación de un campo de batalla, también se ha empleado para la difusión de ideas políticas de todo tipo, como el Saludo del Poder Negro en los Juegos Olímpicos de México 1968 con los que Smith y Carlos reivindicaban los derechos civiles de los negros y la lucha contra la pobreza en Estados Unidos y que el Comité Olímpico premió con su expulsión; el tibio boicot a los Juegos de Putin de  la fría Sochi por su política de persecución a los homosexuales; el muy celebrado, en forma de best seller y película taquillera, partido de rugby entre Sudáfrica y Nueva Zelanda que sirvió para sembrar la semilla de la reconciliación tras la abolición del sistema segregacionista del apartheid; también podemos citar las campañas institucionales estadounidenses que promueven la vida sana y el deporte, desde la "The Youth Fitness Song" del President's Council on Physical Fitness de Kennedy (canción que Apple rescató para su iPhone), hasta el "Let's move" con el que Michell Obama trata de curar a millones de jóvenes de esa pandemia llamada obesidad; sin duda, una de las implicaciones más trágicas que ha vivido el deporte ha sido la acción armada del grupo terrorista Septiembre Negro que perseguía, mediante el secuestro de deportistas israelíes en Munich 1972, la liberación de presos palestinos de cárceles de Israel y de los fundadores de la banda Baader-Meinhof. 

El deporte lleva asociado, indefectiblemente, una serie de valores que lo hacen tan positivo para cualquier campaña de comunicación, que resulta difícil obviarlo. Si a ello le sumamos la enorme relevancia mediática que alcanza, hasta el curling tiene su público, esta suma de sudor y esfuerzo (seguro que los ajedrecistas también sudan) se convierte en un magnífico vehículo para cualquier campaña de comunicación institucional, política e incluso comercial, como el decidido esfuerzo de regímenes no democráticos (vamos a llamarlos así) de patrocinar equipos de fútbol en su empeño por unir la imagen del éxito a sus países. Claro que las marcas saben mucho de esto, sobre todo algunas como Nike, que consiguió, tras varias denuncias y condenas por explotación infantil en sus fábricas asiáticas, vincular su logotipo con la UNICEF (vía patrocinio del FC Barcelona). Eso sí es patriotismo. 

Han sido enormemente polémicas las pitadas al himno de España en las finales de la Copa del Rey entre el Barcelona y el Athletic de Bilbao, unos aficionados que olvidaron el fútbol para dedicarse a la política en uso de su libertad de expresión durante los pocos instantes que dura nuestra Marcha Real. Una acción política vinculada al deporte que parecen haber retomado, al menos por la parte catalana, en su ya extensa pelea por inscribir su selección en las competiciones oficiales. La campaña Guayarem se advierte como un reciclaje de los viejos cliches que aprovechan las bondades del deporte, y de algunos de los deportistas catalanes más reputados, para proyectar una serie de valores políticos dirigidos por y para fomentar el soberanismo. Una afrenta en toda regla entrar con el softpower en este tipo de batallas, ninguneando mejores herramientas propagandísticas, pero es que en el siglo XXI se aprecia más lo sutil (aunque, como es el caso, se convierta en lo evidente). Principalmente porque a nadie (o casi nadie), supongo, le pareció mal emplear el éxito de la selección española de fútbol o de baloncesto, al igual que los trofeos y medallas que otros muchos deportistas habían logrado antes, para sacar del armario del patriotismo las banderas españolas, permitiendo a toda una generación hacer uso de su bandera sin un contexto político que la vinculase a la dictadura de Franco o a la derecha más recalcitrante. Un fenómeno muy similar al vivido en Alemania durante la celebración de su Mundial en 2006 y que facilitó el reconocimiento de su bandera y la recuperación de términos como pueblo o nación sin las connotaciones de las década de 1930-40. Y es que cuando los nuestros agitan las banderas siempre resultan mucho más simpáticos... ya lo decía George Bernard Shaw: "Cuando un hombre mata a un tigre es deporte; cuando un tigre mata a un hombre es ferocidad"

Comentario(s) a la entrada