Por un puñado de tuits
Obviedad: la comunicación política ha cambiado mucho en las últimas dos décadas. La línea que separaba lo público de lo privado se ha difuminado hasta casi desaparecer. Quizás solo nos quede un pequeño resquicio para la intimidad en todo el material que nos empeñamos en compartir en las redes sociales. Un gran espacio público que, a pesar de la inmediatez que caracteriza a las nuevas plataformas, tiene una extraordinaria memoria (mejor dicho registro). Una nueva dinámica en la que, en ningún caso, el derecho al olvido puede ser confundido con el derecho al encubrimiento.
Por mucho que nos empeñemos en presentarlo como algo más elevado, en los regímenes representativos, las elecciones pasan por convertirse en un proceso de selección de personal (podríamos dar por superada la elección de elites, o no). Unos puestos a cubrir, un@s candidat@s, un@s ganador@s. Una visión reduccionista que, si bien olvida elementos importantes, permite establecer un paralelismo con un proceso de búsqueda: lo que demanda la población y lo que encuentra en sus candidatos. La búsqueda de los mejores… ese ideal aristocrático que algunos confunden con la selección de un graduado en la Harvard Business School y que ha mutado necesariamente en la elección de aquellos con más capacidad para afrontar las nuevas demandas de la ciudadanía.
Una las estrategias más conocidas y sencillas (y eficaces) que en los últimos tiempos están siguiendo los departamentos de recursos humanos (también las consultoras que se dedican a filtrar candidatos) es teclear en Google el nombre del candidato al puesto. Un ejercicio que permite el acceso a todo tipo de páginas en las que puede verse, en mayor o menor medida, un registro de su actividad diaria: lugares frecuentes que visitas, amigos, estudios, fiestas, más fiestas… una recreación de la vida virtual que, aunque en muchas ocasiones tanto aparente glamour tenga poco que ver con la cruel realidad, determina la viabilidad de tu solicitud. Sin duda, ni aún solicitando un puesto de catador en las bodegas DYC, esas fotos en las que apareces borracho vestido de mujer con un pene dibujado en la cara no te ayudarán a superar ningún proceso de selección.
Nos empeñamos en regalar (inconscientemente) a las plataformas sociales todo tipo de datos con los que luego monitorizan nuestra actividad diaria en la conformación de patrones que son empleados por diversas empresas para conformar ofertas comerciales que puedan interesarnos. Toda una contradicción: nos sorprende gratamente un banner publicitario en nuestro muro de Facebook ofreciéndonos ropa de esquí ante la proximidad del invierno (Facebook conoce nuestro gusto por ese deporte, las estaciones en las que lo practicamos, los amigos con los que vamos, calcula nuestra capacidad adquisitiva...) pero nos molesta terriblemente que la malvada NSA sepa esas mismas cosas (y otras peores), aún cuando muchos de esos datos se los ha facilitado Facebook. Una dinámica perversa, otra más, ante la que ofrecemos escasa resistencia.
Algunos de esos datos que regalamos a las plataformas sociales son nuestras opiniones. En forma de post, entrada o tuit, manifestamos nuestra posición sobre todo tipo de asuntos y dejamos claras nuestras preferencias. Datos fáciles de cruzar con las herramientas adecuadas e igualmente peligrosos a la hora de concurrir a un proceso de selección. Una nueva dificultad para los aspirantes a un puesto de trabajo en una empresa pero una ventaja, al menos a priori y salvo que se haya dicho algo muy grave, para quien concurre a un puesto político en unas elecciones. Principalmente porque a quien compite en unas elecciones se le exige que se posicione en todo tipo de asuntos. Se necesita conocer su opinión y se tiende a penalizar a aquellos que responden con excesiva ambigüedad. Claro que nadie dijo que hablar de más o como si estuvieras tomando el aperitivo con tus colegas en el bar fuera obligado.
Una de las notas características de este nuevo espacio público en el que confluyen las viejas y las nuevas dinámicas, como hemos anticipado, es su enorme capacidad para almacenar datos y, más importante, para tratarlos. Ya existían hemerotecas hace 20 años. Podíamos averiguar lo que prometieron o dijeron todos los candidatos en las anteriores elecciones. No se trataba de un problema de información sino de acceso y gestión de la misma. Las nuevas aplicaciones permiten bucear en todo tipo de contenidos, hurgar en la huella digital que dejamos con un altísimo nivel de detalle y precisión. Algo que está a punto de convertirse en una costumbre en nuestro país (en algunos ya llevan tiempo implementando este tipo de búsquedas) a juzgar por el nivel de vigilancia que ha alcanzado la actividad en las redes sociales de algunos candidatos de la nueva política, sobre todo en aquellos que nunca pensaron que se dedicarían a la actividad pública.
Sería moralmente reprobable revolver en los cubos de basura de un concejal o una diputada a la búsqueda de secretos inconfesables. Pero no parece reprobable cuando no se trata de secretos sino de opiniones autopublicadas en una red social. Un espacio público, no caben excusas en este sentido, al que cualquiera puede acceder, ya sea para publicar o leer. En el caso de Zapata el problema no debería haber sido el sentido del humor negro, amarillo, británico o manchego. Como tampoco deberían serlo las opiniones. Un puñado de tuits no hacen a una persona, aunque la suma de muchas opiniones sí pueden denotar una actitud. Sin duda mucho más preocupante esto último dado el carácter estable que posee la actitud. No obstante, pese al pretendido esfuerzo por dar o quitar contexto a cualquier declaración para exonerar o culpar al concejal, lo más destacado del ruido mediático es la enorme capacidad que tiene para realizar un perfecto diagnóstico de la persona. Pura neurociencia, y sin escáner ni nada.
La culpa de es de twitter que lo carga el diablo. Una actualización de la culpa es del mensajero, y en el que el que habla (también el que juzga) parece quedar exonerado. Las nuevas herramientas de la comunicación política, que en muchos casos ya empiezan a ser viejas, ofrecen todas estas posibilidades, pero el problema no es técnico, no es del mensajero, sino del oyente, de la (vieja y mueva) política: ¿dónde se sitúa el límite de lo moralmente reprobable para un concejal? ¿Cuáles son las exigencias que debe cumplir para poder acceder a su puesto de trabajo? Claro que primeramente deberíamos aclarar quiénes tienen capacidad para fijar esas condiciones, si los ciudadanos con sus votos (muchos aún no han quitado el precinto de garantía a su acta de concejal) o las viejas estructuras de poder. ¿Qué hacemos en caso de diferir el criterio de unos y otros? Fácil: lo que diga mayoría! Siempre la mayoría. Vivan las mayorías! Sit tibi terra levis.
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