Rajoy no se bañó en Palomares
Enero de 1966, un bombardero B-52 y un avión KC-135 de reaprovisionamiento (ambos estadounidenses) colisionan a 10.000 metros en el espacio aéreo de la costa almeriense. Un error en la maniobra de acoplamiento cuando el bombardero se disponía a repostar provocó la caída de ambas aeronaves. El B-52 precipitó su carga al vacío, cuatro bombas termonucleares Mark 28 (con una potencia de 1,5 megatones). Una de ellas cayó con paracaídas junto al río Almazora sin hacer explosión. Otras dos cayeron sin paracaídas en tierra, en un solar cercano al pueblo, explosionando pero sin detonar el material nuclear. La cuarta cayó en el mar y se perdió el rastro.
Las dos bombas que cayeron sin paracaídas provocaron una explosión que, pese a no detonar su carga nuclear, formó una nube tóxica por la combustión del plutonio y americio que contenían. Esta nube contaminó un área de más de 200 hectáreas que rápidamente fue controlada por las autoridades, imponiendo una férrea censura sobre lo que allí había sucedido. El principal problema se centraba en la bomba perdida en el mar, no solo por el estado en el que podía encontrarse (no había certeza de que el sistema de control de detonación no se hubiese averiado), también por la proximidad de submarinos soviéticos, que podían intentar hacerse con ella. Tras 80 días de búsqueda, la armada estadounidense localizó, gracias a las indicaciones de un pescador de la zona (conoció desde ese momento como «Paco el de la bomba») que había presenciado el incidente mientras faenaba en la costa. Rescatada la bomba y equipados con trajes NBQ, los estadounidenses realizaron, conjuntamente con las autoridades españolas (que no llevaban ningún tipo de protección), diversas operaciones de limpieza y control de las zonas contaminadas.
Durante la localización de la bomba perdida y las labores de descontaminación y control de las zonas expuestas al material radiactivo, el gobierno franquista se enfrentó a un importante problema de comunicación. A pesar de la censura sobre el incidente, muchos medios internacionales se hicieron eco de la noticia, siguiendo el desarrollo de los acontecimientos (sobre todo por la supuesta competición entre los submarinos estadounidenses y soviéticos por encontrar la bomba), algo que preocupaba e incomodaba a las autoridades españolas. El turismo ya era nuestro principal sector productivo y los rumores de la existencia de zonas radioactivas en la costa española ponían en peligro la llegada de turistas durante la temporada de verano.
El gobierno no podía paliar los rumores con una estrategia de información y transparencia, obviamente no era la tónica de la dictadura franquista y, además, el gobierno estadounidense presionaba para que todo fuera llevado con la máxima discreción posible, es por ello por lo que se activó una estrategia más agresiva. Pactado con las autoridades estadounidenses, se optó por la escenificación de la «normalidad», la inexistencia de problema alguno. Así, el 8 de marzo de 1966, el embajador de los EEUU, Angier Biddle Duke, se bañó en Mojacar*. Un chapuzón de entrenamiento en solitario tras el cual se unió a Manuel Fraga, ministro de información y turismo del régimen. Juntos, aprovechando el buen tiempo, se sumergieron en las aguas de la playa de Quitapellejos en Palomares. El No-Do dio cuenta de esta brillante estrategia en unas imágenes que pasaron a la memoria colectiva de un país que creyó lo que veía ante la imposibilidad de poner en duda el relato oficial**.
La crisis del ébola ha evidenciado, una vez más, la práctica inexistencia de protocolos efectivos para la comunicación en situaciones de crisis. El gobierno está obligado a comunicar, y a comunicar bien. Son muchos los manuales que existen en el mercado y profesionales a los que consultar, sin embargo, criterios de oportunidad política parecen haber dificultado la construcción de un marco de referencia solvente para la gestión de esta crisis. Desde la detección del primer caso de ébola en España, en un contagio secundario, hasta la primera reunión del comité especial, un modo como otro cualquiera de no llamarlo comité de crisis, se han cometido muchos errores en el plano comunicativo. Uno de los principios esenciales en la comunicación en situaciones de crisis es evitar la aparición de incertidumbre. La falta de información, de contundencia y claridad, permite la aparición de rumores, sospechas, teorías de la conspiración… que pueden generar el desconcierto, incluso el temor, en la población.
La comunicación institucional debe aportar transparencia y ésta no solo consiste en ofrecer a la opinión pública un volumen de información mayor del que puede procesar. La principal utilidad es que permite establecer un diálogo directo con los ciudadanos, informándoles de lo que pasa, sin traiciones ni medias verdades. Solo de este modo podrán confiar en lo que les dicen, alcanzar la necesaria credibilidad que obliga este tipo de crisis y que se hace imprescindible para eliminar la incertidumbre. La percepción del riesgo es un factor subjetivo que debe combatirse a través de la necesaria información técnica, los especialistas son los únicos capaces de responder las preguntas que más inquietan a los ciudadanos, pero también de los responsables públicos, pues son los que van a proporcionar a esos especialistas los medios necesarios para que puedan realizar su trabajo.
La ausencia de comunicación, sobre todo de comunicación precisa (y transparente) tiene, principalmente, dos motivaciones: la propia falta de información y experiencia, básicamente que te han pillado por sorpresa y no has podido reaccionar, o un inútil intento de tapar errores en la gestión previa a los hechos de los que debes reportar. En el primero de los casos se soluciona sobre la marcha, haciendo bien las cosas, el segundo requiere un ejercicio de responsabilidad institucional que aclare qué errores se han cometido, cómo se han corregido y cómo se actuará a partir de ese momento. Solo mediante este ejercicio de transparencia las instituciones podrán gozar de la veracidad necesaria en sus comunicaciones para tranquilizar a los ciudadanos cuando les dice que la situación está bajo control o que el riesgo es bajo.
No cabe en este caso solo un Palomares. Que el Presidente del Gobierno, acompañado por el de la Comunidad de Madrid, visite las instalaciones del hospital Carlos III puede trasmitir sensación de tranquilidad, asegurar que bajo las condiciones adecuadas de control sanitario el riesgo de contagio del ébola es reducido. Sin embargo, sin los obligados ejercicios de transparencia, información, proximidad… todo puede quedar en un vago intento. No solo hay que enviar este tipo de mensajes, las instituciones también deben empatizar con sus ciudadanos, entender cómo se encuentran, qué miedos les genera esta situación y qué demandan de sus responsables públicos. Y, muy especialmente, deben mostrar empatía con las víctimas de esta situación, mucho más sí son empleados de la propia administración.
Manuel Fraga empleó todos los recursos de los que disponía para poner en funcionamiento la brillante estrategia de comunicación con la que descartó los peligros asociados a la caída de cuatro bombas termonucleares. Un uso adecuado de unos canales de información escasos y controlados por el gobierno franquista, con una audiencia de carácter pasivo y suficientemente socializada para dirigirse hacia el camino que los estímulos le indicaban. Sin embargo, en este momento, ni la configuración de la comunicación es la misma ni el carácter de la audiencia ofrece esas posibilidades. Son múltiples los canales por los que los ciudadanos pueden informarse, rompiendo con la unidad discursiva del gobierno y permitiendo el acceso a un mayor (no necesariamente mejor) volumen de información con el que completar la radiografía de la realidad. Del mismo modo, si entendemos que la audiencia es capaz de buscar más información que la ofrecida por los canales oficiales estamos aceptado que es más activa. Por lo tanto, recurrir a viejas fórmulas comunicativas, un parte sin mayor trascendencia, evidencia un mal diagnóstico de la audiencia y una peor lectura estratégica de la situación.
Rajoy no se bañó en Palomares en 1966, como tampoco podría hacerlo hoy Manuel Fraga y salir indemne del acoso mediático o la desconfianza ciudadana que le interrogaría por las consecuencias de la radiactividad en la zona. No basta un simple gesto, hay que actualizar el concepto de comunicación institucional. La transparencia, la veracidad y solvencia de la información ofrecida, la renuncia a la censura sistemática o la omisión de detalles significativos, la modestia, la proximidad y empatía... son solo algunas de las claves con las que cualquier comunicación en situaciones de crisis debe articular su estrategia y que aún están por llegar en la gestión del ébola en España.
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* La visita a Mojacar del embajador estadounidense fue aprovechada para inaugurar el parador nacional y poner en funcionamiento una nueva política de colaboración entre ambos países para la construcción de más paradores y la promoción del turismo español en el mundo.
** Los habituales mecanismos de represión del franquismo se pusieron en funcionamiento para impedir la difusión de noticias contrarias a la versión oficial. Pero no solo en lo que a la prensa se refiere, también se controló la zona, impidiendo el acceso a los ciudadanos de las localidades cercanas, no se informó de casos de contaminación e incluso se condenó en el Tribunal de Orden Público (el TOC) a un grupo de ciudadanos que intentó organizar una manifestación en Palomares para reclamar más información.
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