El leviatán de Mas
Por mucho que insistan, Artur Mas, para conciliar el sueño, no devora un par de niños charnegos cada noche. Ni Rajoy hace lo propio en La Moncloa con niños catalanes. Las imágenes a uno y otro lado del nacionalismo mediático resultan ciertamente estimulantes desde el punto de vista de la movilización, pero poco o nada ajustadas a la realidad. Eso sí, al menos para Mas, la instrumentalización de medios públicos catalanes, la manipulación de la publicidad oficial electoral de la Generalitat, la subvención editorial de la línea editorial de periódicos próximos como La Vanguardia, y un lamentablemente largo etcétera, tiene un sentido enormemente práctico, pues día 25 de noviembre concurre a unas elecciones que ha presentado a modo de un plebiscito sobre el Estado catalán (nuevo miembro de la UE). Pero me cuesta ver el sentido de utilidad en la posición del Gobierno central: ¿seguir enrocado en la postura tradicional? ¿Disimular la falta de músculo en la cuestión territorial? ¿Preparación para un escenario futuro? Y otro largo etcétera que no necesita ser comentado, pues si bien la posición española sobre el modelo territorial había cambiado ligeramente en los últimos años, la culpabilizarían (cuando no cuasicriminalización) de las CCAA como responsables de la crisis, ha hecho que parezca imposible (sin la voluntad decidida del partido en el Gobierno con la colaboración del ya dispuesto PSOE) quitarse el traje autonómico para ponerse el que siempre debió ser, el federal (al menos esa era la intención de muchos en aquella larga partida de Tabú que fue la redacción del Título VIII de la Constitución). Mucho menos plantearse otra realidad.
Ocupándonos de la campaña electoral, resulta evidente que no son unas elecciones al uso. Y no lo son porque quien las convoca ha precipitado un escenario que poco tiene que ver con la realidad que se debería juzgar. En unas elecciones, a la hora de emitir el voto (en caso de que se decidida participar), pueden someterse a juicio distintos elementos. Muchas son las alternativas: hacer uso del voto como el principal mecanismo de accountability disponible, un voto retrospectivo, voto prospectivo, voto ideológico, etc. Sin duda, plantear una elección como un plebiscito sobre el nacimiento de un Estado catalán resulta de gran inteligencia, pero también es considerablemente tramposo. Las elecciones son un momento en el que los ciudadanos castigan o premian a sus gobernantes (es el tipo de comportamiento electoral más repetido por los españoles, también por los catalanes). Si lo han hecho bien (o razonablemente bien) o si, por el contrario, lo han hecho mal. Si creen, mirando prospectivamente, que lo harán mejor en el futuro o si lo hará mejor otr@ candidat@. Evidentemente Mas puede plantear, como un futurible, la cuestión relativa a quién atenderá mejor el parto del Estado catalán. Es del todo legítimo. Como también lo es que él crea encarnar la mejor opción para cuidar de ese nacimiento. Pero no deja de resultar tramposo que excluya a cualquier otra opción política catalana para esa tarea, afirmando que sólo su victoria por mayoría absoluta es muestra de que la mayoría de los catalanes quiere un Estado propio. Y lo es también porque, en este trampantojo que ha construido, niega a los catalanes cualquier posibilidad de someterle a una rendición de cuentas sobre su labor al frente de la Generalitat. Ingenio magnífico el que le permite exonerarse de responsabilidades, poner a cero su contador e incluso pasar por alto sus futuras acciones de gobierno. Todo queda fuera del cálculo electoral de los votantes para, únicamente, permitir decidir entre él y la nada. Entre el Estado catalán y la nada.
Como si se tratase de un hobbesiano aventajado, igual lo es, Mas propone el Estado catalán como el remedio de todos los males. Un leviatán que todo lo puede y cuyos límites vagamente dibuja el candidato de CiU (territorialmente, ¿el nuevo Estado se configura dentro de los límites de la autonomía catalana o se extenderá por los Països Catalans?). Si se acusa a la Generalitat de haber reducido las aportaciones a la educación pública, se responde que el Estado catalán proveerá educación para todo el mundo. Si se pregunta por el cierre de servicios hospitalarios, misma respuesta. Si se recuerda el euro por receta, más de lo mismo. Y si alguien no quiere verlo no es porque sea crítico con Mas o CiU, no lo ve porque es un enemigo del Estado catalán. Y claro, como tendrá tanto que hacer, el leviatán devora a estos disidentes en su ánimo de coger fuerzas para cumplir con su futuro programa de actividades.
El máximo de esta instrumentalización, en la que la idea de Estado no parece actuar como un proyecto común sino como un matón (electoral) de patio de colegio, se encuentra en el programa electoral de CiU: se promete rebajar un 5% la mortalidad del cáncer en Cataluña (hay más ejemplos, pero este se superlativo). Es decir, el hombre que ha recortado el Estado del bienestar en Cataluña, el hombre que ha mermado los servicios médicos a los catalanes, el hombre que ha penalizado a los enfermos con un euro por receta… promete que en el Estado catalán el cáncer matará menos. Algo increíble. No porque no sea posible reducir la incidencia de esta enfermedad con políticas de prevención y con la mejora en la aplicación de los tratamientos, sino porque conseguir esta meta no es un problema de tener o no un Estado propio. Es un problema ideológico. Si se cree en un Estado del bienestar que sea capaz de trabajar por este objetivo. Y Artur Mas ha demostrado en su mandato que no cree en la sanidad pública. Que cree en un Estado asistencial en el que difícilmente podrá reducir la mortalidad de esa enfermedad. Y esto va más mucho allá de tener un Estado propio, por mucho que insista en que es “el único camino para mejorar el bienestar de los catalanes”. Siempre ha sido un problema de voluntad, no de capacidad.

El problema de tener como mascota un leviatán, un monstruo, es que te puede dar un susto. Mas cree que lo lleva atado con una correa y que le obedece. El animal, de momento, se conforma y alimenta con lo que CiU le echa de comer. El menú le basta. Pero no hay que confundirse. Llegado el momento, si como todo el mundo espera, CiU recula y negocia una ampliación y mejora de la autonomía (el Pacto Fiscal!!!) y no el camino a la independencia, el leviatán se soltará de la mano de su amo y seguirá su camino. Si bien es cierto que cualquier Estado es una creación artificial, éste tiene a su favor apoyarse en un creciente sentimiento de identificación de la ciudadanía. Unos ciudadanos que se sienten, en su mayoría, diferentes a los españoles. Que han sido híperestimulados. Que ven en ese estado la culminación de sus aspiraciones. Poco importa si la nación catalana existe o no. Yo no creo que exista (no más que el resto). Poco importa si todo forma parte de un engaño masivo forjado a través de décadas de socialización. Y poco importa si lo de Felipe V fue una guerra de sUcesión y no de sEcesión. Incluso poco importa que Mas prometa la integración automática en la UE cuando sabe que no hay vía rápida de acceso. Y todo esto importa poco porque la realidad no espera. Y no leer la realidad, además de demostrar una enorme miopía política, es un grave riesgo. Puede que institucionalmente Cataluña no esté lista para un proceso de independencia. Sin embargo, a sus ciudadanos, en su conjunto, les queda poco para alcanzar la “madurez” necesaria, más allá de manifestaciones promocionadas por el poder, para recorrer el camino hacia la independencia. Como reza el Teorema de Thomas, “si las personas definen las situaciones como reales, éstas los serán en sus consecuencias”. Los ciudadanos han sido activados y quieren recorrer el camino. Creer que un producto tan sentimental, consecuencia de una estrategia de socialización, como lo es sentirse parte de una nación, es algo maleable, resulta enormemente peligroso. Mas cree que puede regular a su antojo su leviatán sin tener en cuenta que, una vez dispuestos, los ciudadanos seguirán con o sin él. Al fin y al cabo, el derecho a decidir de los catalanes no es patrimonio de CiU.
Alternativas como el Estado federal, que nunca fue pero que en el que (casi) estamos, es una buena propuesta para ganar tiempo pero no para conseguir, si es lo que se pretende, un cambio en la inercia independentista. Mucho más si se plantea de origen, repitiendo los grandes clásicos, una asimetría en la distribución del poder territorial. La corresponsabilidad seguirá brillando por su ausencia y todos los problemas serán siempre del hermano mayor. Se necesita, ante todo, una respuesta coherente con la situación. La construcción de un modelo territorial sostenible para el que la Constitución se ha quedado pequeña. Un modelo en el que todos puedan estar y en el que el que no quiera pueda marcharse. No hay fórmula mágica y ni siquiera tenemos un esbozo de algo remotamente efectivo. Pero la independencia de un territorio no puede seguir siendo un arma arrojadiza para unos y otros. Quizás las elecciones catalanas sean una buena excusa para que nos activemos. El modelo de convivencia caduca y necesitamos decidir qué tipo de Estado queremos que sea España en el siglo XXI.
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